ENTREVISTAS

GRISELDA GAMBARO: “Los intelectuales nunca hemos tenido incidencia”.

-Usted dijo en un reportaje que hay violencia encubierta en un Estado que no encuentra mecanismos para desactivar la exclusión.

-Creo que no hay dudas sobre esa violencia. ¿Por qué no podemos saber en qué forma el Estado emplea el dinero de los fondos reservados, por ejemplo? Esa es una de las tantas formas de ejercer violencia: mediante la discrecionalidad, el ocultamiento. Se podría decir que el pueblo es responsable ya que elige a sus representantes, pero no es así. La gente atiende sus problemas de subsistencia y de pronto no hay restos de energía para estar constantemente peticionando y exigiendo, que es lo que tendríamos que hacer. Sucede algo similar a lo que pasa con la lectura. Es verdad que mucha gente no lee, porque para leer hay que estar bien comido, bien descansado, y tener un ámbito más o menos confortable. Por eso no se puede pedir que todo el mundo lea, ni que sea responsable del mismo modo. Por otra parte, en muchos casos se peticiona mal. ¿Por qué no buscar una alternativa que perjudique menos al otro, cuyas circunstancias, en la mayoría de los casos, no son mejores? No sé cuál será esa alternativa, pero hay que buscarla. En su momento, no pude comprender la huelga del Hospital Garrahan, que dejó a muchos chicos sin atender. En los hospitales franceses, cuando hacen un reclamo se ponen un brazalete que dice “estoy en huelga”, pero siguen atendiendo. Los chicos, los enfermos, el dolor, son prioritarios. Por la misma razón, creo que los maestros no deberían hacer paros. Tendrían que dar clases en las calles y los espacios públicos, manifestar de algún modo su protesta, pero no interrumpir la enseñanza. Es como un boomerang. No desconozco la legitimidad de los piqueteros, de los maestros, de los empleados del Garrahan, pero no se puede pedir un derecho lesionando otro. En una manifestación de gente con mucho padecimiento económico se pueden cometer groserías, o actos contrarios al buen gusto o la conveniencia de los otros. Pero creo que es un imperativo encontrar nuevas formas de protesta.

-Félix Luna dijo en este ciclo que la sociedad está más avanzada que sus gobernantes. ¿Está de acuerdo?

-Tendría que pensarlo. Porque una sociedad avanzada no hubiera votado dos veces a Carlos Menem, por ejemplo. Se podría decir que la primera elección fue un engaño, pero la sociedad no reaccionó y lo volvió a votar.

-¿Cuál sería el mejor país que hoy pueda imaginar?

-Tenemos una clase industrial, empresarial y financiera de una avidez terrible. Si no se les pone un freno, es difícil imaginar otro país. Como están dadas las cosas, puedo imaginar en pequeña escala: un país con menos desocupación, donde se preste más atención a la cultura, a la educación y al sistema hospitalario. Es poco: uno desearía un país fuerte, grande, con políticas estables y seguridad social. Un país donde la gente pudiera vivir con un mínimo de felicidad, más allá de las angustias personales.

-¿Los intelectuales pueden jugar algún rol?

-No, nunca hemos tenido incidencia. Si alguno la ha tenido es porque ha sido lacayo del poder. Personalmente me importa que, si tengo un discurso más o menos coherente, ese discurso llegue a los que me rodean. No pretendo que llegue al gobierno, desconfío de hacer buenas migas con el poder. Además tampoco es nuestro trabajo, no sabemos hacerlo. Creo que podemos reflexionar y cambiar algunas ideas, y eso también sirve. Graham. Greene decía que el escritor está siempre en conflicto con la autoridad de su tiempo, al igual que un buen sacerdote lo está con la autoridad de la Iglesia. No creo que se pueda modificar algo a partir de la literatura -al menos de manera directa- pero a mí los libros me han cambiado la vida. Me han dado una orientación y me han proporcionado determinados valores, más allá del placer. Por otra parte, hoy no veo ese respeto por la escuela y los maestros que había en mi época. Lamentablemente eso se ha perdido, hoy vemos, por ejemplo, la impugnación que hacen los padres a los maestros por las malas notas de sus hijos. Tal vez haya alguna recuperación en algunos sectores, pero no en los marginales. Las clases altas y medias altas siempre han sabido que el conocimiento es un espacio de poder. Ese poder se puede usar bien o mal, y por eso están atentos a que no lo tengan quienes puedan pedir mucho, y exigir justicia y equidad. Va a ser un camino de recuperación lento, pero se tendrá que dar forzosamente, por el futuro de la Argentina.

-En su novela El mar que nos trajo, donde relata su infancia, se percibe cierta nostalgia por lo que alguna vez fuimos. Allí muestra, en cierta forma, un proyecto de país que quedó trunco.

-Era el país que queríamos, o que pensábamos posible, y por el cual hay que volver a pelear. La pobreza -al menos en Buenos Aires- tenía otra dignidad. Yo he vivido hasta mi juventud en la pobreza, pero era una pobreza que no me avergonzaba, ya que tenía lo mínimo. En cambio ahora la pobreza es indigencia, los márgenes son mucho más estrechos y asfixiantes. Cuando yo era chica, uno podía desear una bicicleta o un monopatín que no tenía, pero no faltaban la comida, la vivienda, la vestimenta, y además se sabía que el padre tenía trabajo. Por otra parte, si bien era una sociedad mucho más autoritaria que la actual, la familia y la escuela contenían más. La escuela era muy eficaz en la enseñanza de determinados contenidos, aunque a la vez impedía prepararse para el “afuera”. En los libros de lectura, la patria era un territorio ideal y los héroes estaban en el bronce. Había todo un mundo que estaba completamente prohibido que apareciera.

-Mempo Giardinelli dijo en este ciclo que a partir de la crisis de 2001 los argentinos nos refugiamos en la cultura. ¿Está de acuerdo?

-La cultura siempre tuvo su lugar. Es decir, existe una cultura pública, oficial, y una cultura oculta, marginal, que trasciende menos. Esta última siempre estuvo. Si trasciende menos, también lo hace de manera más duradera. Nadie puede refugiarse en la cultura, la cultura es, sucede, se produce. Las personas tienen necesidad de otras expresiones que no sean las del trabajo rutinario: estar en un escenario, hacer música, escribir. No importa en cierto sentido -a mí por lo menos no me importa- que hagan buenos espectáculos, buena música o buenos libros. No se trata de arte. Aunque lo que produzcan pueda ser mediocre, lo importante es ese impulso hacia otra cosa que no sea lo estandarizado, lo aburrido. En otras sociedades esto no sucede con la misma fuerza. En Europa hay facilidades de producción teatral muchísimo mayores y no existe esta necesidad, que aunque pueda deberse al narcisismo, también puede ser la aspiración a otra cosa. Y ese deseo es valioso. En una nota, Juan José Sebreli dijo que aunque mucha gente va a la Feria del Libro, durante el resto del año jamás entra a una librería. También hay un montón de malos espectáculos en el “brillante teatro argentino”, nada es tan blanco o tan negro. Hay matices, y lo importante es que se produzca esa efervescencia: mucho público en la Feria del Libro, muchos espectáculos en el teatro. Porque de allí surgirán unas pocas obras buenas, históricamente siempre fue así. En épocas de gran efervescencia cultural no todo lo que surge son obras maestras, pero esa misma efervescencia permite que surjan dos o tres.

-Muchas veces la he escuchado reivindicar un concepto que hoy parecería agotado o pasado de moda, que es el del compromiso social del arte. Me gustaría que se explayara sobre eso.

-Creo que si de algo me sirvió el haberme dedicado a la dramaturgia y la narrativa, es que me hizo ser muy conciente de mi compromiso con la sociedad. Porque si no, ¿para qué sirve el arte? Desde mi punto de vista, no sólo tiene que emocionarnos y hacernos reflexionar. También tiene que servirnos para la contingencia diaria, para los actos mínimos de la vida cotidiana. No estoy para nada de acuerdo, por ejemplo, con una especie de rezago del posmodernismo que dice que el teatro se basta a sí mismo. Creo que si se boicotea el sentido una obra de teatro se transforma en una especie de acto narcisista, que sólo produce una recepción inocua en el espectador. Si el teatro de los 60 estaba cargado de ideología y se volvía farragoso, hoy sucede todo lo contrario. Los que boicotean el sentido expresan la ideología del no compromiso, de la gratuidad del teatro. Hoy se desvaloriza el texto escrito en aras de la puesta, como si ambos elementos no se complementaran. No entiendo por qué habría que perder algo tan precioso como la posibilidad de oír un texto bien escrito. Creo que es simplemente comodidad, inoperancia, o vacío de ideas. Existe un gran temor por la trascendencia en el teatro. Se teme a los temas trascendentales como si la vida, la muerte, la libertad, la solidaridad o el estado de las condiciones humanas -tan al límite- no tuvieran importancia. El artista tiene un doble compromiso. Por un lado, debe respetar los medios específicos de su arte, es decir, no forzarlo para transmitir especulativamente determinados programas estéticos o políticos. Pero al mismo tiempo, no puede abandonar la ideología. Cuando uno comienza a escribir un texto no piensa: “Voy a comprometerme”. Uno de hecho está comprometido. Escribí la novela Lo impenetrable para presentarla a un concurso de novela erótica, por razones económicas durante el exilio. Creí que esas eran mis razones. Pero después, con los años, cuando la revisé para una reedición, me di cuenta de que muchas de mis preocupaciones estaban allí: la imposibilidad de un encuentro real, los juegos de poder, las instituciones tambaleantes. Escribo una situación que se me ocurre y no pienso en términos ideológicos, pienso en lo que dicen los personajes. Por supuesto que la ideología aparece, pero en el momento de escribir no pienso en eso.

-Usted fue siempre considerada una artista de vanguardia. ¿Qué significaba ese término en sus comienzos y qué significa hoy?

-Toda obra teatral tiene que tener un elemento de avance, alguna zona inédita. Cuando ya éramos maduros, Alberto Ure me decía: “Griselda, nosotros todavía somos de vanguardia. ¿Dónde está la vanguardia?” Hay entre los jóvenes un gran desconocimiento de la tradición teatral, entonces repiten fórmulas bastante viejas. He visto espectáculos de vanguardia donde introducen técnicas que ya se vieron en el Instituto Di Tella en los años 60. Cuando yo comencé fui muy resistida, era una mujer con una voz distinta y eso resultó más imperdonable todavía. A la distancia creo que sí, que lo mío fue una ruptura. Más que teatro de vanguardia, fue una ruptura con el teatro que se venía haciendo. Y fui muy resistida, sobre todo por mis colegas masculinos. Porque no solamente hacían una valoración artística de mi trabajo, sino también política y de género. Ellos pensaban que como yo había estrenado en el Di Tella, mis obras eran snobs, extranjerizantes, ajenas a la realidad del momento. Era una época muy politizada y no sé por qué, a mí me pusieron a la derecha. Eso duró muchos años, hasta la dictadura. Los militares prohibieron mi novela Ganarse la muerte, me tuve que ir del país y ahí empezaron a hacer otra valoración artística y política de mi obra. La novela había sido leída muy a fondo, y en el informe que describe los fundamentos de la prohibición, firmado por un teniente coronel, decía que yo atacaba a la familia y agraviaba las instituciones.

-La literatura argentina actual se lee poco. ¿A qué lo atribuye?

-Existe un importante material para explorar y conocer, con autores como Andrés Rivera, Sara Gallardo, Elvira Orphée, Antonio Dal Masetto, Juan José Saer. Lo bueno sería que todo el mundo tuviera capacidad para acceder a distintas calidades de lenguaje. Personalmente, creo que en El mar que nos trajo encontré una manera accesible y pude ampliar la cantidad de lectores. Pero eso no se puede forzar, porque cada novela exige un lenguaje especial de acuerdo con su temática y su intención última.