ENTREVISTAS

BEATRIZ SARLO: “Tenemos que pensar que otra alternativa es posible”.

-Juan José Sebreli definió la crisis de diciembre de 2001 como la catástrofe más grande que existió en el país, porque abarcó lo político, lo económico, lo cultural y lo social. ¿Está de acuerdo?

-La catástrofe mayor que tuvo la Argentina en el siglo veinte fue la dictadura militar. No creo que haya un acontecimiento comparable por su impacto sobre la sociedad, la economía, la política y la cultura. No pudimos predecirla, nadie pensó en 1976 que el golpe de estado iba a ser de la naturaleza que fue. Existía un gobierno peronista que había empezado a tramitar sus contradicciones a los tiros, y tanto la ciudadanía como gran parte de la prensa consideraron que el golpe iba a ser “normalizador”, sin darse cuenta de que lo que venía era algo cuantitativamente diferente. Tal vez por observar poco a nuestro alrededor, porque en Chile ya había sucedido un golpe que era distinto y anunciaba una nueva etapa en la violencia de estado en el Cono Sur. Ya sabíamos que Augusto Pinochet había llenado el Estadio Nacional con sus opositores, había asesinado, torturado y organizado la Caravana de la Muerte hasta Antofagasta, fusilando a lo largo de la costa norte de Chile. Pero no pensamos que eso nos tocaría. Por tanto, creo que el golpe de 1976 tomó a una sociedad desprotegida. Ese golpe no sólo produjo diez, veinte o treinta mil desaparecidos (verdaderamente no es una cuestión de cifras) sino que también ocasionó un retraso que le dio muy malas condiciones de comienzo a la transición democrática. A diferencia de la dictadura militar chilena -que algunos logros económicos puede hacer figurar en su haber- la dictadura argentina no tiene ninguno. En esos breves años que van de 1976 a 1983 -aunque fueron larguísimos- se produjeron en el mundo grandes transformaciones, como la globalización. La Argentina se vio a sí misma entrando en la globalización sin saber a ciencia cierta a qué mundo entraba. Cuando llegó la transición democrática, el gobierno de Raúl Alfonsín no conocía en profundidad cuál era el lugar que la Argentina ya estaba ocupando en el mundo, que era extremadamente secundario. Lo mismo hubiese sucedido con el peronismo, o con cualquier otro partido que hubiera ganado las elecciones. Aquellos beneficios que la Argentina había sabido tener, por el tipo de producción en que se había especializado, ya no existían más. Por todo eso, me parece que ese acontecimiento constituye el parteaguas del siglo veinte. Hubo una Argentina hasta 1976, con todas sus contradicciones y proscripciones políticas, pero de la dictadura emergió otra Argentina. Un país chico, con muchas dificultades para insertarse en el mundo y sobre todo, empobrecido. No les estoy quitando importancia a los sucesos de diciembre de 2001, pero si tengo que partir en algún punto el siglo veinte, lo parto en 1976.

-Si comparamos la Argentina actual con la anterior al 76, ¿considera que estamos mejor?

-Hay un solo terreno ganado, el único que me hace pensar de manera optimista: el reconocimiento que tienen para una república los derechos humanos. Y esto de nuevo se vincula al golpe del 76, porque si somos sinceros, todos aquellos que venimos de la militancia de izquierda tenemos que reconocer que los derechos humanos no figuraban en nuestra escala de valores. Hay una escena fundante en la salida de la dictadura, que es el juicio a las juntas militares. Ya sabemos que después vinieron las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, pero en ese momento la democracia ocupó el escenario. Ese plano de televisión que todos vimos, el de los nueve comandantes en jefe condenados por jueces civiles de la República, es un plano fundante. Y no lo atribuyo solamente a la decisión política de Alfonsín, porque ya sabemos que su gobierno después retrocedió, aunque en condiciones que por otra parte eran muy difíciles. Esa fue la apertura. Después vino lo que la sociedad y las organizaciones de derechos humanos hicieron con esa apertura, pero hubo un momento en que la política fue fundamental. O sea que hay algo que se ganó y me parece muy difícil que retrocedamos. Todos los golpes de estado en la Argentina fueron golpes cívico-militares. El que derrocó a Hipólito Yrigoyen, el que derrocó a Perón, el que derrocó a Illia, el que derrocó al segundo peronismo. En 2001, en cambio, nadie pensó que las fuerzas armadas podían llegar a gobernar nuevamente. Se mantuvieron las instituciones y el parlamento siguió funcionando, al igual que las otras instancias de gobierno del país, las provincias, los municipios. Hubo conciencia de que lo que caía era el Poder Ejecutivo, en un país tan fuertemente ejecutivista como es la Argentina. Creo que hubo una reabsorción de la soberanía por los representantes del pueblo. Pésimos representantes la mayoría de ellos, si vamos a analizarlos persona por persona. Pero como cuerpo, el Senado recuperó la soberanía para las provincias, la Cámara de Diputados la recuperó para la ciudadanía en su conjunto, y se llegó a un acuerdo. Primero se presentó una alternativa carnavalesca que fue Adolfo Rodríguez Saa, y luego una alternativa que logró navegar la crisis, al margen de las opiniones políticas sobre el gobierno de Duhalde, que pueden ser las más negativas.

-¿Qué explotó, a su criterio, en diciembre de 2001?

-Creo que explotó de muy mala manera lo que hoy llamamos la crisis de representatividad de la política. La gente salió a decir “que se vayan todos”, y ese fue el grito de dolor de una ciudadanía. El error fue considerar que un grito de dolor es un programa político, conozco mucha gente que se entusiasmó con eso. Lo que la política debió hacer y no hizo era interpretar el grito de la ciudadanía y convertirlo en un programa político. La gente estaba expresando un síntoma, como cuando uno va al médico. Uno le dice “me duele mucho acá” y el médico decide qué remedio debe tomar, no puede repetir que a uno “le duele mucho acá”. Los políticos tienen que tomar el dolor, la carencia de la ciudadanía y darle forma de programa político. Eso es lo que no sucedió en la Argentina, y por eso no solamente no se fueron todos sino que no se fue nadie. No hubo depuración del sistema y eso anuló la crisis transformadora que hubiera podido tener la crisis de 2001. Había una crisis de creencia en la política que podría haber sido transformada y los políticos perdieron esa oportunidad. Tendría que haber habido una fuerza política extraordinaria, de haber existido, hubiese ganado las elecciones. La única forma de reacción que tuvo la ciudadanía fue votar menos. Desde la elección de 1999 va menos gente a votar en la Argentina, ya le pasó a De la Rúa y sigue descendiendo. Es una reacción que tiene que ver con fenómenos de cultura juvenil y cierto indiferentismo, también puede ser por repudio, o por la miseria. Para seguir teniendo una relación con la vida pública, tenemos que pensar que otra alternativa es posible. Yo tengo que pensar eso, es una seguridad que necesito desde el punto de vista ideológico-moral. Si todos tenemos esa seguridad, es probable que esa seguridad produzca algo.

-Félix Luna dijo en este ciclo que la sociedad está más avanzada que sus gobernantes. ¿Está de acuerdo?

-Es difícil decir eso. Hay momentos en que uno podría decirlo, pero sin embargo en el Mundial de Fútbol del 78 la gente olvidó que había campos de concentración y salió a vivar a Daniel Passarella, que enarbolaba la copa junto a los comandantes. Hay otro plano de televisión que es para mí el plano de la vergüenza: cuando los holandeses no fueron a recibir la medalla que les tocaba, mientras los argentinos saltaban alrededor de Videla. La sociedad tampoco estaba más avanzada que los pocos políticos que integraron la Asamblea por los Derechos Humanos, como Graciela Fernández Meijide, Alfonsín y Emilio Mignone. No creo que tengamos monstruos por una parte y ángeles por la otra, me parece que no. También se apoyó la fantasía menemista del Primer Mundo, gobernada por un video game que se jugaba en los cajeros automáticos. Uno entraba con mil pesos, clickeaba y los convertía en mil dólares. No se podía ir a Nueva York, meter mil pesos y decir que se tenían mil dólares, porque eso no lo creía nadie. Pero en los cajeros automáticos argentinos jugamos ese video game, que tuvo su game over en el 97. Las capas medias vivieron ese sueño, que en realidad fue una pesadilla. De la hiperinflación del 89 todos salimos buscando Estado, porque se había disuelto nuestra moneda. La desesperación era tan grande que aceptamos el Estado que viniese. Se garantizó una moneda que fue un veneno para toda la Argentina, pero constituyó una especie de regalo envenenado para un sector muy extenso de las capas medias. Ahí es donde una parte de la sociedad entró en una especie de ensueño, por decirlo de algún modo la convertibilidad pacificó las conciencias. Además, de la noche a la mañana vendimos Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), cosa que Pinochet no había hecho con la estatal Corporación del Cobre (CODELCO). Es por eso que Chile tiene una financiación estatal que le permite hoy estar sentada sobre ingresos no simplemente impositivos. Tampoco lo hicieron el Brasil ni Venezuela. Es verdad que era muy difícil transformar YPF, pero para un gobierno que venía con una idea revolucionaria de transformación como el de Carlos Menem (que decía que nadie le iba a poner “palos en la rueda”), ese era el gran desafío. La Argentina rifó eso, fue verdaderamente una rifa que ganó el mejor o el peor postor, no lo sé, pero la empresa REPSOL se levantó con un premio gigantesco e inesperado. Que un país regalara una empresa petrolífera, eso sí era inusual.

-Ahora queremos recuperar el rol del Estado y volvemos a pedir educación salud, justicia.

-Por un lado, las capas medias están pidiendo algo que ya no pueden financiar. La Argentina todavía sigue siendo un país de capas medias considerables, pero hay una zona que estaba acostumbrada a financiar su salud y su educación y hoy ya no puede hacerlo -o le resulta extremadamente gravoso- y se lo vuelve a pedir al Estado. La educación es una problemática típica de las clases medias y las clases trabajadoras, cuando efectivamente tienen trabajo. Es decir, cuando perciben un salario, tienen un futuro avisorable y entonces empiezan a pensar en lo que quieren para sus hijos. Por otra parte, están los que tienen que estar pidiendo empleo, bolsos de comida o planes sociales. Quienes menos piden salud y educación son en realidad los más afectados. Los países que tienen mejor educación estatal y gratuita son los más ricos. Finlandia y los países de la península escandinava son los primeros. Francia y Alemania tienen educación pública, estatal y gratuita, y las elites políticas e intelectuales salen de esa escuela. Hay que pertenecer a una minoría muy, muy católica en el sur de Alemania para ir eventualmente a una escuela católica. Son países que le dan a la educación un lugar centralísimo, tienen problemas como en cualquier parte, pero la educación es una piedra fundamental. En la Argentina de otras épocas también fue así, así incorporó a sus inmigrantes, nuestros abuelos y bisabuelos. Ahora, en algunas ciudades como Buenos Aires, el cincuenta por ciento está en la educación privada. Hay escuelas privadas de diversa naturaleza, algunas son de elite y otras de quinta categoría, pero aseguran a los padres que no les van a devolver los chicos a las nueve de la mañana porque hay paro, y por tanto las madres pueden ir a trabajar. Y que si hay un tipo tratando de vender un cigarrillo de marihuana en la puerta, va a haber un portero que lo va a sacar. Es todo lo que garantizan las escuelas privadas malas, pero al menos garantizan eso.

–En su libro Escenas de la vida posmoderna, usted asegura no reconocer en la Argentina actual ninguna característica del país de su infancia.

-Para alguien que nació en 1942 como yo, la alfabetización asegurada era un dato. Podía haber bolsones de miseria, pero la educación le daba a la mano de obra argentina una diferencia enorme con el resto de América latina. Después de Sarmiento, Perón fue el presidente que más escuelas construyó, son las típicas del tipo chalet californiano que todavía se ven en muchas partes. La Argentina aseguraba una alfabetización universal sólida y en condiciones de repartir muy eficazmente cierto tipo de conocimiento. También garantizaba -aunque a la manera criolla, con un mercado capitalista medio deformado- un cuasi pleno empleo, lo cual le daba a la gente una seguridad muy fuerte. Hasta los años 60 esto fue así. El país tenía un índice de desempleo del cinco por ciento, conformado en realidad por gente que estaba cambiando de trabajo (en materia de desempleo, cuando las cifras son del cuatro o cinco por ciento se trata de gente que está cambiando de trabajo, no es estructural). Esos eran los rasgos del país que yo conocí en mi infancia y en mi juventud: la seguridad del empleo y la seguridad de la educación. Y traen aparejada una idea de progreso que también se perdió. Como militante de izquierda de los años 60, todavía recuerdo que nos enojábamos con nuestros compañeros obreros cuando los sábados y domingos no podían venir a las reuniones porque se estaban construyendo una pieza más en el terrenito. Los compañeros obreros siempre tenían una pieza más construyéndose en el terrenito, mientras yo era estudiante universitaria y no estaba construyéndome ninguna pieza. La madurez de un obrero de veintitrés años y un estudiante universitario de veintitrés años es así de diferente. Yo recuerdo a esa clase obrera. Recuerdo cuando se podía entrar a las villas miseria, cuando uno festejaba allí sus cumpleaños en la sociedad de fomento. Eran villas miseria, sin duda, muchas de ellas en camino de transformación a barrio obrero. Esa Argentina no existe más.

-Mempo Giardinelli dijo en este ciclo que la Argentina fue un país imaginado antes que real, que había un proyecto cultural y una clase dirigente que lo soñó antes de realizarlo.

-Hoy hay que pensar cuáles son los pasos de construcción posibles, aunque sin caer en el “pensamiento deseante”. Yo le digo “pensamiento deseante” a aquel que cree que todo es posible, hay muchas cosas que creo que están bien y sin embargo quizás hoy no sean posibles para la Argentina. Si quiero tener una educación escandinava, hoy no la voy a tener. Los problemas en la educación en la Argentina son muy difíciles, porque la ley federal la ha entregado en las provincias a caudillismos locales que en algunos casos han hecho cosas terribles. Es muy difícil ese problema, pero no se puede hacer la plancha. El “pensamiento deseante” diría: “Yo quiero tener la educación francesa, mañana”. Pero un pensamiento político progresista debe analizar los pasos a dar en los próximos veinte años para que la Argentina esté al tope en materia educativa. No es inverosímil pensarlo. Tenemos un cuarenta por ciento de gente que está mal, para la cual hay que hacer la política y tener las propuestas. Después tenemos un diez o un quince por ciento que le va como los dioses, y si planta soja mejor que a los dioses. Y después estamos todos nosotros, en diferentes articulaciones de las capas medias. Por supuesto que en las capas medias hay un ideal de sociedad respetable, que garantiza educación, igualdad de oportunidades y una salud pública razonable, que no será escandinava pero no tiene por qué ser boliviana o peruana, puede estar en un punto intermedio. La cuestión es cómo articular políticamente ese deseo. Las organizaciones sociales son muy importantes, pero hay un momento -si estamos en una república democrática- donde la diferencia la establece lo político. Por eso no me entusiasmé en diciembre de 2001 frente a las asambleas. La política es una especialidad. Es el gobierno, en todas sus dimensiones, quien debe escuchar lo que la gente necesita y construir la acción política. Esto es complejo, no simplemente porque las instituciones son complicadas, sino también por razones técnicas. Hubo un momento en que esta sociedad se sensibilizó con la miseria, pero me parece que ya pasó. Me angustia mucho la idea de que nos hayamos acostumbrado a viajar en el subterráneo con un chico aspirando pegamento y dos o tres pidiendo una moneda. Creo que la mirada se nos acostumbró.

-Usted es crítica con el actual gobierno, pero por otro lado ha declarado que fuera del peronismo en la Argentina no se puede gobernar.

-Dentro del cuadro político existente, sólo el peronismo se las ha arreglado para garantizar gobierno. Primero hizo imposible que los radicales gobernaran, mientras lamía sus heridas por haber perdido las elecciones del 83. Luego se adueñó de la suma del poder público con Menem. Más tarde gestionó la crisis, porque no había otro que la pudiera gestionar. Ahora tenemos este nuevo impulso personalista, que ya no se identifica con los viejos símbolos pero mantiene el estilo y la base de cuadros del Partido Justicialista. Esto no quiere decir que me guste ni que lo acepte, más bien tiendo a pensar la posibilidad de construcción de otro paisaje. Me he planteado ese desafío muchas veces y no me ha ido bien, pero no pierdo las esperanzas. Contra todas las previsiones, Alfonsín venció al peronismo, fue la primera vez que se ganaron elecciones con el Partido Peronista no proscrito. La gente quería democracia y necesitaba escuchar frases equivocadas, como “con la democracia se come, se educa, se cura”, la herida de la dictadura era tan grande que cargamos a la democracia con cosas que sola no puede hacer. Alfonsín logró interpelar a la sociedad más allá del radicalismo, fue un político que logró ver más allá de su partido, aunque después su fracaso se debió justamente a que se fue encerrando. Lo que quiero decir es que hay un momento en que se puede. No depende sólo de los políticos, tiene que ser un momento en que la sociedad esté dispuesta a enamorarse.